La Huerta del Rey

La Huerta del Rey según el plano de Bentura Seco de 1738

La Huerta del Rey se llama así porque allí estuvo una de las casas de recreo de los reyes de España, fundamentalmente de los últimos Austrias. Era un gran espacio comprendido entre el puente del río mayor -se llamaba mayor por eso, por estar sobre el Pisuerga, ya que el Esgueva era el río menor. El puente, en sí, no podía ser mayor ni menor que otros, ya era el único que existía en el Pisuerga; los de las Esguevas eran pontezuelas de poco mérito-, el camino al monasterio de Nuestra Señora de Prado -a Simancas se iba por el Paseo de Zorrilla y camino viejo de Simancas adelante; existía ya el barrio de San Adrián ocupado en hacer adobes y ladrillos-, la ribera de don Periáñez del Corral -cuya casa renacentista ha sido derribada hace pocos días para hacer sitio al Museo de la Ciencia- y al propio Pisuerga.
Poco queda de aquellos tiempos, de aquellos fastuosos jardines: unos restos de muros frente a la playa de las Moreras y unos restos del ingenio de Zubiaurre, junto a la desembocadura del Canal de Castilla. Era este un artefacto que permitía subir agua para regar la Huerta del Rey sin gasto de energía, o, por mejor decir, aprovechando la misma energía del río que proporcionaba el agua y que accionaba unas bombas. No era un invento original del bueno de Zubiaurre, que lo había copiado de ingenios semejantes que había visto en el Támesis, cuando estuvo preso en Londres, pero era una absoluta novedad en España; nunca se había visto cosa tan simple -comparada con el artificio de Juanelo que subía el agua a la ciudad de Toledo- e ingeniosa en la península.
La Huerta del Rey, que estaba comunicada directamente con el Palacio Real de la plaza de San Pablo por medio de un pasadizo que atravesaba el río a la altura de San Quirce, fue el primer zoológico de la ciudad, con leones, camellos, pajareras, venados, jabaíes, conejos, caza de pluma -parte de la Huerta había sido transformada en bosque de caza, para entretenimiento del rey, aunque este con frecuencia se entretenía en tirar sobre los bichos desde las mismas ventanas del Palacio- y quizás hasta con un rinoceronte mencionado vagamente por el escritor simanquino Vargas Machuca. Era, además, un museo de arte.
Muchos de los cuadros que hoy vemos en el museo del Prado estuvieron hace trescientos o cuatrocientos años adornando los palacios de Valladolid. No sólo los reyes, también los nobles apreciaban la buena pintura. El conde de Benavente, por ejemplo, tenía en pleno siglo XVII una fabulosa colección de pintura de las mejores manos españolas y europeas en sus casas vallisoletanas -las mismas que hoy ocupa la Biblioteca Municipal-, amén de esculturas, libros, tapices y demás. Se conserva de él un retrato pintado por Velázquez y en el inventario que tenemos en nuestro Archivo figura un lienzo con la figura de un herrero rodeado de cuatro o cinco figuras; bien pudiera ser la famosa fragua del sevillano.
El Palacio de la Ribera, la casa real de la Huerta del Rey, encerraba una buena colección de pintura, que debemos suponer acabó en Madrid, como las restantes. Fue inventariada varias veces, por nuestra parte vamos a tomar un inventario fechado en 1703.
El Palacio de La Ribera

La parte más noble del Palacio estaba constituida por dos galerías altas, una de ellas con vistas a una plaza interna en la que se celebraban corridas de toros, luchas de toros con leones y otras delicadezas; u una segunda dominando el río, para ver las naumaquias, o batallas de barcos, y los famosos despeñamientos de toros al Pisuerga desde la propia Huerta del Rey. A las galerías se abrían aposentos de manera semejante a lo que puede contemplarse en La Granja por la parte que da a las fuentes, que también constituían parte importante de la Huerta.
Estaba claramente diseñada, concebida y decorada para el placer momentáneo -no hay, por ejemplo, camas, aunque puede ser que las hubiera a comienzos del XVII- y, aunque los números son fríos, podemos decir que su adorno estaba compuesto -en lo que hace el Palacio, que los jardines no desmerecían en nada- por quinientosdiecinueve cuadros de distintos tamaños y tipos, diez bufetes riquísimos, como por ejemplo el inventariado como un bufete grande de ébano, embutido y guarnecido de marfil, con un mapa en medio rodeado de vistas de ciudades famosas buriladas; y por setenta cerámicas de Faenza -un salvaje recostado sobre una fuente guarnecida de hiedra y un leó pequeño, un pájaro pequeño arrimado a un tronco, una tortuga con un pájaro encima, un hombre tapado de hiedra con una cabra que le subía por la rodilla, arrimado a un jarro que hace fuente...-. En el aposento que daba acceso al pasadizo para ir a la Plaza de San Pablo se guardaban, bajo llave, dos mil cuatrocientos vidrios ordinarios y doscientos cinco vidrios cristalinos -esto es, transparentes- para las ventanas del palacio. Es curioso esto de que se quitasen los cristales cuando los reyes no estaban. Los cristales eran caros y los encargados de la conservación evitaban así que se rompiesen. Supongamos que llegábamos a Valladolid y queríamos saber si los reyes estaban en la ciudad. No hacía falta preguntar a nadie: si las ventanas estaban acristaladas era que sí estaban; si no había cristales, estaban en Madrid.
Las alhajas de la capilla no se encontraban en 1703 en la Huerta del Rey. Por orden de Su Majestad -por las fechas podrían ser órdenes de Carlos II o de Felipe V- habían sido entregadas a los religiosos de San Diego para su custodia. Pero no hacía falta nada más, por lo ya visto podríamos considerar que, por un tiempo, fue nuestro particular Museo del Prado y palacio de La Granja, las dos cosas a la vez.

Comentarios

Rubén ha dicho que…
Enhorabuena por tu estupendo blog sobre ésa hermosa ciudad. Estoy aprendiendo mucho sobre su historia y te lo agradezco enormemente.
Un saludo desde Asturias.
Provinciana ha dicho que…
Viva el barrio!
Genial tu blog!