La "Belle Époque" de la Acera de San Francisco

Nada más finalizar la guerra civil, se inauguró el "Corisco", elegante café que tenía una concurridísima terraza en la Acera de San Francisco. La gente necesitaba un poco de diversión para aliviar los sufrimientos recientes. / Col. Crespo Cortejoso

La acera de San Francisco era, a principios del siglo XX, cuando en la
Plaza Mayor se instalaron los primeros templetes, la arteria principal de Valladolid, una especie de aorta por la que discurría el pulso lento y apacible de la ciudad. Nobles y plebeyos, señores y criados, comerciantes y empleados, militares y paisanos, paletos y carteristas, opulentos con bombín y desarrapados con boina iban y venían casi siempre sin rumbo fijo, solo con la pretensión de formar parte del retablo cotidiano de la que en tiempos fue Corte de España.

En la Acera pasaban las cosas importantes, o se hacían tertulias sobre lo que había pasado e otros lugares, como en los casinos, en los cuarteles, en las iglesias o en los barrios. Durante muchos años, el del Norte fue el único café establecido en esta zona porque aunque sus dueños, José Gómez y Juana Sigler, oriundos del Valle del Pas, se establecieron en la calle Santiago, no tardaron en darse cuenta de que el negocio estaba apenas a cincuenta metros y compraron la casa que les permitió abrir también por la Acera, con vistas a la Plaza Mayor.


La Acera de San Francisco fue durante mucho tiempo la arteria principal de Valladolid. Su comercio, sus cafés y, sobre todo, su paseo la convirtieron en punto de cita obligado de las muchachas casaderas y su pretendientesque debían burlar la tenaz vigilancia de las "carabinas". ¿Qué tiempos...! / Archivo Editorial


Aquel café con dos puertas, que en la actualidad se encuentra en fase de reformas fue testigo de cuantos acontecimientos tenían lugar en pleno corazón de la ciudad. Los conciertos de música de la banda de Isabel II todos los domingos y festivos desde la primavera al otoño, las ruidosas inauguraciones de las ferias, el traqueteo de los viejos tranvías, las revueltas estudiantiles y políticas y, sobre todo, el paseo.
De doce a dos los festivos y de ocho a diez los días de diario, los pollos pera y las mocitas en edad de merecer establecían un código de miradas y sonrisas con la pretensión de burlar la férrea vigilancia de las carabinas que, ya entradas en años, preferían pagar los 20 céntimos que costaban las sillas distribuidas a lo largo de la Acera y seguir a distancia los inocentes devaneos de las niñas de la casa.

Impresionante aspecto de la Acera de San Francisco a la hora  del paseo de cualquier día festivo que, a juzgar por los coches aparcados a la derecha, debe corresponder a los felices años veinte. También para los vecinos, el ir y venir de la muchedumbre, constituía todo un espectáculo / A.M.V.A

Ese pequeño desembolso por el alquiler de la silla servía también para escuchar cómodamente los conciertos, aunque los más pudientes optaban por la terraza de El Norte, donde los meses de estío se podían disfrutar sus insuperables helados de melba, melocotón, avellana, praliné, fresa o crema Tortoni, especialidad de la casa, como la gaseosa de manzana de la que se decía era el mejor refresco contra el calor. Pocas cosas había entonces tan gratificantes como aliviar los rigores del verano con una copa de helado al arrullo cercano de la mazurca interpretada por una de las bandas militares de la Guarnición o por los cuartetos de cuerda que años después contrataría el propio establecimiento para su terraza.
Personajes más cercanos y humildes, pero también enormemente populares en al escena cotidiana de la Acera, fueron los limpiabotas que nacieron como gremio cuando nadie usaba zapatos, sino botas o botines, de ahí su nombre. El limpia era un cotilla simpático y adulador, además de un verdadero artista con el cepillo.

-Fuente: El Templete de la Música - Jose Miguel Ortega Bariego.
ISBN: 978-84-96864-13-9

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