A las 5 de la tarde del 31 de mayo de 1841, Valladolid se vio conmocionada con un ruido terrible y las casas cercanas sintieron una gran trepidación como consecuencia del derrumbe de la torre de la catedral que se había venido abajo casi por completo, a partir del último cuerpo, el ochavado, donde estaban colocadas las campanas, arrastrando gran parte del tercer y segundo cuerpo, con el reloj incluido. Parte del derrumbe cayó a plomo sobre la fábrica de la catedral, sobre la capilla del Sagrario, destrozando la bóveda, y parte cayó sobre el lado que daba a poniente, cegando momentáneamente el cauce del río Esgueva. En su caída se llevó por delante las bóvedas, vigueteados, escaleras, balaustradas y cornisamientos y el antiguo rollo conocido como el león de la catedral que había sido trasladado desde la plaza de Santa María al atrio de la catedral.
En el crítico momento del desastre se hallaban dentro de la torre, en un cuarto inmediato al campanario donde moraban, el campanero Juan Martínez y su mujer Valeriana Pérez.
El expresado Juan Martínez, en vez de auxiliar a su cónyuge como hubiera sido lo propio pese a sus muchos años, por aquello del instinto de conservación, al comenzar el desplome trató de salvar los propios huesos refugiándose en el hueco de una ventana. Mientras el cauteloso se apartaba, la pobre, y desamparada, y más joven y mejor parecida, Valeriana, cayó revuelta entre las piedras, dos o tres campanas y la magnífica maquinaria del reloj hasta el fondo de la capilla de San Juan Evangelista.
El campanero Juan Martínez, salvado por los pelos del desprendimiento, daba voces lastimeras a tierra y cielo desde la ventana del refugio, aquella que se sitúa debajo de lo que justo tres minutos antes era la torre catedralícia, mismo bajo uno de los arcos que nombran de los Cuatro Vientos. Desde semejante cima de la trabadas y medio derruidas piedras, el casi viejo, y prudente además, imploraba socorro a voz en cuello. Fue rescatado por cuatro vecinos que por allí pasaron y que usando la escalera de uno de ellos llamado Jorge Somoza bajaron al asustado e ileso campanero a tierra firme.
Por fin, al cabo de dos angustiosas horas, alguien se preguntó por el paradero de Valeriana Pérez, esposa fiel y abnegada del responsable de campanas catedralicias Juan Martínez. Se iniciaron las diligencias con el piadoso fin de averiguar la posición de la Valeriana, pero dado que la mentada no aparecía por ningún lugar, llegaron todos a persuadirse de que la desventurada habría perecido entre los escombros. Cuando todos se lamentaban de tan sensible pérdida, alguien, más animoso que los demás decidió no darse por rendido y por su cuenta y riesgo llamar con potentes voces a la desaparecida. En un primer intento, sólo el silencio, estremecedor y vengativo, respondió a la llamada. Siendo ya cerca del anochecer y habiendo cundido el ejemplo, por lo cual el vocerío de cientos de gargantas repetían el mensaje, quedaron de pronto los llamantes sobrecogidos al oír allá en el fondo de las ruinas, en lo más recóndito y penetral, una voz triste y apagada que contestaba entre lamentos.
-Aquí estoy, aquí estoy, vecinos, sin poder moverme; no gritéis ni alborotéis tanto, por favor os lo ruego, que me duele bastante la cabeza.
Calculando por el sonido de la voz, ciertamente cada minuto más apagado, el punto donde se hallaba la campanera, continuaron los trabajos con vistas a descombrar en aquella dirección.
Mediada la mañana, removiendo unos maderos se descubrió inmediato a la pared izquierda de la capilla un hueco formado por bloques de piedra y madera, del cual sobresalía la extremidad de una saya de mujer, y por allí se fue profundizando hasta que calculando por el sonido de la voz se accedió al punto exacto donde resistía aquel cuerpo sepultado en piedra. La operación de rescate se presentó arriesgadísima y de infinito peligro. Por fin y como Dios la trajo al mundo, medio desfallecida tras treinta horas de sinsabor y zozobra sacaron a Valeriana, entera y sin tullir con todos los miembros en su sitio. Ese día se publicaron los cinco nombres de los que consiguieron desenterrarla, resultando se “confinados del correccional”. No es que obligaran a los pobres presos a estos peligrosos menesteres, sino que ellos mismos se habían ofrecido.
Pasado el tiempo y recuperados del susto el campanero solicitó nuevamente empleo de El Cabildo, el cual caritativo con un derroche inesperado de liberalidad, autorizó a Juan Martínez, por haber quedado reducido en la mayor miseria y sin recursos ni sostén alguno, a pedir de puerta en puerta. Manda bemoles. Y eso que se trataba de persona de gran consideración entre la feligresía de la ciudad. Algo más de generosidad y agradecimiento cabría esperar de las instituciones, y eso que en aquellos tiempos no se cobraba el complemento de peligrosidad.
-Fuente: La Buena Moza. (Miguel Ángel Galguera)
El expresado Juan Martínez, en vez de auxiliar a su cónyuge como hubiera sido lo propio pese a sus muchos años, por aquello del instinto de conservación, al comenzar el desplome trató de salvar los propios huesos refugiándose en el hueco de una ventana. Mientras el cauteloso se apartaba, la pobre, y desamparada, y más joven y mejor parecida, Valeriana, cayó revuelta entre las piedras, dos o tres campanas y la magnífica maquinaria del reloj hasta el fondo de la capilla de San Juan Evangelista.
El campanero Juan Martínez, salvado por los pelos del desprendimiento, daba voces lastimeras a tierra y cielo desde la ventana del refugio, aquella que se sitúa debajo de lo que justo tres minutos antes era la torre catedralícia, mismo bajo uno de los arcos que nombran de los Cuatro Vientos. Desde semejante cima de la trabadas y medio derruidas piedras, el casi viejo, y prudente además, imploraba socorro a voz en cuello. Fue rescatado por cuatro vecinos que por allí pasaron y que usando la escalera de uno de ellos llamado Jorge Somoza bajaron al asustado e ileso campanero a tierra firme.
Ésta es la Catedral de Sevilla tras el derrumbe sucedido en 1888.
La imagen nos da una idea de lo que se encontraron los vallisoletanos aquella fatídica tarde.
La imagen nos da una idea de lo que se encontraron los vallisoletanos aquella fatídica tarde.
Por fin, al cabo de dos angustiosas horas, alguien se preguntó por el paradero de Valeriana Pérez, esposa fiel y abnegada del responsable de campanas catedralicias Juan Martínez. Se iniciaron las diligencias con el piadoso fin de averiguar la posición de la Valeriana, pero dado que la mentada no aparecía por ningún lugar, llegaron todos a persuadirse de que la desventurada habría perecido entre los escombros. Cuando todos se lamentaban de tan sensible pérdida, alguien, más animoso que los demás decidió no darse por rendido y por su cuenta y riesgo llamar con potentes voces a la desaparecida. En un primer intento, sólo el silencio, estremecedor y vengativo, respondió a la llamada. Siendo ya cerca del anochecer y habiendo cundido el ejemplo, por lo cual el vocerío de cientos de gargantas repetían el mensaje, quedaron de pronto los llamantes sobrecogidos al oír allá en el fondo de las ruinas, en lo más recóndito y penetral, una voz triste y apagada que contestaba entre lamentos.
-Aquí estoy, aquí estoy, vecinos, sin poder moverme; no gritéis ni alborotéis tanto, por favor os lo ruego, que me duele bastante la cabeza.
Calculando por el sonido de la voz, ciertamente cada minuto más apagado, el punto donde se hallaba la campanera, continuaron los trabajos con vistas a descombrar en aquella dirección.
Mediada la mañana, removiendo unos maderos se descubrió inmediato a la pared izquierda de la capilla un hueco formado por bloques de piedra y madera, del cual sobresalía la extremidad de una saya de mujer, y por allí se fue profundizando hasta que calculando por el sonido de la voz se accedió al punto exacto donde resistía aquel cuerpo sepultado en piedra. La operación de rescate se presentó arriesgadísima y de infinito peligro. Por fin y como Dios la trajo al mundo, medio desfallecida tras treinta horas de sinsabor y zozobra sacaron a Valeriana, entera y sin tullir con todos los miembros en su sitio. Ese día se publicaron los cinco nombres de los que consiguieron desenterrarla, resultando se “confinados del correccional”. No es que obligaran a los pobres presos a estos peligrosos menesteres, sino que ellos mismos se habían ofrecido.
Pasado el tiempo y recuperados del susto el campanero solicitó nuevamente empleo de El Cabildo, el cual caritativo con un derroche inesperado de liberalidad, autorizó a Juan Martínez, por haber quedado reducido en la mayor miseria y sin recursos ni sostén alguno, a pedir de puerta en puerta. Manda bemoles. Y eso que se trataba de persona de gran consideración entre la feligresía de la ciudad. Algo más de generosidad y agradecimiento cabría esperar de las instituciones, y eso que en aquellos tiempos no se cobraba el complemento de peligrosidad.
-Fuente: La Buena Moza. (Miguel Ángel Galguera)
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