En la madrugada del día 02 de junio de 1453, en una apacible noche de verano, la calle Francos de Valladolid (actual Juan Mambrilla) conocía un movimiento nocturno poco habitual.
Todo ello se debía a que en la casa de don Alonso de Zúñiga pasaba su última noche el Condestable don Alvaro de Luna después de ser sentenciado a muerte.
Desde su apresamiento el 8 de mayo en la casa de Pedro de Cartagena en Burgos, donde se hospedaba, se habían ido sucediendo una serie de desafortunados acontecimientos. Tras ser conducido prisionero al castillo de Portillo, se reunió en Fuensalida un tribunal especial nombrado por el rey Juan II para juzgarle. Sin respetar las reglas y procedimientos judiciales, le sentenciaron a ser degollado públicamente acusado de tiranía, usurpación de la corona y enriquecimiento personal, además de ser confiscados todos sus bienes. Todo ello obedecía a la conjura de un grupo de nobles que, teniendo motivos más que suficientes para estar disconformes con los modos de gobierno de don Álvaro, conseguían con estas acusaciones acabar con el inmenso poder que había acumulado por la confianza en él depositada por el rey.
Desde su apresamiento el 8 de mayo en la casa de Pedro de Cartagena en Burgos, donde se hospedaba, se habían ido sucediendo una serie de desafortunados acontecimientos. Tras ser conducido prisionero al castillo de Portillo, se reunió en Fuensalida un tribunal especial nombrado por el rey Juan II para juzgarle. Sin respetar las reglas y procedimientos judiciales, le sentenciaron a ser degollado públicamente acusado de tiranía, usurpación de la corona y enriquecimiento personal, además de ser confiscados todos sus bienes. Todo ello obedecía a la conjura de un grupo de nobles que, teniendo motivos más que suficientes para estar disconformes con los modos de gobierno de don Álvaro, conseguían con estas acusaciones acabar con el inmenso poder que había acumulado por la confianza en él depositada por el rey.
El día había sido muy ajetreado. Una comitiva de soldados y franciscanos, al mando de don Diego de Zúñiga, había escoltado con discreción a don Álvaro desde su prisión en el castillo de Portillo hasta Valladolid para ejecutar la sentencia. Durante el camino, cuando el fraile Alonso de Espina reveló al condenado el destino que le esperaba a su llegada, don Álvaro lo aceptó con resignación y le pidió que no se apartara de él. Pero una vez en Valladolid fue conducido a la residencia de don Alonso Pérez de Vivero, ministro del rey y contador mayor del reino, al que don Álvaro había ordenado matar en su propio palacio el 30 de marzo de aquel mismo año. Allí, ante lo que suponía una afrenta, fue recibido con insultos y amenazas por parte de la viuda y los criados en medio de una tensa situación, por lo que se optó por conducirle a la casa de los Zúñiga.
Aquella noche, junto a la puerta de este palacio y en el amplio zaguán permanecía de guardia un retén que controlaba las entradas y salidas. Muy de madrugada, cuando el cielo comenzaba a clarear, el reo hizo confesión, oyó misa y comulgó acompañado de su paje Morales, tras lo cual solicitó un plato de cerezas y un vaso de vino como última voluntad. Hacia las nueve de la mañana don Álvaro, cubierto con una gran capa negra y a lomos de una mula, fue conducido por las calles de Valladolid hacia el patíbulo. En la cabecera del cortejo y realizando paradas similares a las que actualmente se realizan en el Pregón de las Siete Palabras, un pregonero iba voceando la sentencia. En una de las paradas, el pregonero se equivocó al leer el texto diciendo “servicio a la corona” en lugar de la verdadera expresión escrita “deservicio a la corona”. Don Álvaro se dirigió a él y le dijo: “Bien dices hijo, por los servicios me pagan así. Más merezco”.Después de recorrer las calles de Francos (Juan Mambrilla), Esgueva, Angustias, Cañuelo, Cantarranas (Macías Picavea) y Costanilla (Platerías), la comitiva llegó a la plaza del Ochavo, junto a la Plaza del Mercado (Plaza Mayor), donde se había levantado un cadalso formado por un tablado sobre un soporte de piedra. En él estaba colocada una cruz, dos teas a los lados, una alfombra en el suelo y un madero con un garfio en lo alto. El deseo de ver a quien durante tanto tiempo había gozado de los favores del rey, que ahora le condenaba, hizo que la plaza estuviera muy concurrida de ciudadanos expectantes.
Cuando subió al cadalso hizo una reverencia a la cruz y dirigiéndose a su paje Morales se quitó el sombrero y el anillo y se los entregó diciendo: “Esto es lo postrero que te puedo dar”. El llanto y la pena del mozo emocionaron a todos los presentes creando un ambiente desolador. Don Álvaro levantó su mirada al cielo y vio el garfio de hierro (garvato) clavado en lo alto del madero. Dirigiéndose al verdugo le preguntó para qué era aquello. Cuando el verdugo le respondió con pesar que estaba preparado para colocar su cabeza, don Álvaro le expresó: “Después de yo muerto, del cuerpo haz a tu voluntad, que al varón fuerte ni la muerte puede ser afrentosa, ni antes de tiempo y sazón al que tantas honras ha alcanzado”. Acto seguido, colocándose bien la ropa sacó una cinta del pecho y se la entregó al verdugo diciendo: “Átame con ella, y te ruego mires si traes tu puñal bien afilado, porque pronto me despaches”. El verdugo le ató las manos, le desabrochó la camisa y puso su cabeza sobre la alfombra. De un corte certero le degolló entre los rezos de los frailes asistentes y a continuación le decapitó, siendo la cabeza mostrada a los presentes en lo alto del palo. Allí permaneció expuesta los nueve días siguientes, mientras el cuerpo fue retirado el tercer día.
La argolla colgada de los soportales de la plaza del Ochavo recuerda el lugar del que pendió su cabeza. (Leyenda no del todo confirmada)
Pasados dos meses, el cuerpo y la cabeza fueron trasladados en solemne procesión, con la asistencia del rey, prelados y caballeros, hasta el convento de San Francisco (en la actual Plaza Mayor). Tiempo después un hermano de don Álvaro, don Juan de Zerezuela, trasladó los restos hasta la capilla que fundara el Condestable en la catedral de Toledo, donde descansa junto a su segunda mujer, doña Juana de Pimentel, que desde la ejecución de su marido firmó siempre sus documentos con el sobrenombre de "La Triste Condesa", y sus hijos don Juan y doña María, en elegantes sepulcros de mármol y alabastro. Aunque los bienes de la familia fueron confiscados, lograron conservar las posesiones que doña Juana de Pimentel llevó como dote, entre las que se incluía la villa abulense de Arenas y su castillo.El rey Juan II enfermaría poco después de la ejecución, según algunos debido al remordimiento, tornándose su carácter en melancólico y ausente hasta su fallecimiento el 21 de julio del año siguiente.
Comentarios
Enhorabuena por el blog. Interesantísimo, especialmente las fotos antiguas de edificios ya desaparecidos. Son toda una lección del sinsentido urbanístico que ha vivido y vive Valladolid.
En definitiva: claro que es la argolla de la cabeza de don Álvaro de Luna, con sus espléndidos eslabones incluidos.
Un saludo, gracias.
Un saludo
Miguel Alcover