Goma-2 en el Esgueva

Fue casi por ahora, uno de aquellos años en los que Valladolid buscaba (y necesitaba) inventarse cada día con la esperanza de dejar atrás horrores, dolor y sombras. Eran tiempos de ilusiones a la intemperie, de sueños vigilados, de frustraciones latentes, pero aún ignoradas, de una paz coagulada y dudosa en cuyos bordes nos sentábamos todos los amaneceres sin dejarnos acunar ni por el silencio ni por los peligros. Hacía ocho meses que se habían celebrado las primeras elecciones democráticas y palabras como “Constitución”, “Libertad” y “Autonomía” poblaban periódicos y conversaciones. Para muchos, como anhelo y redención; para algunos, como enemigo y diana.
Plenamente inmersas en aquel aluvión excitante e incierto, las gentes dábamos una vez más por supuesto que el hombre, y sólo el hombre, era el centro, el eje y el devenir del mundo. Una vez más nos equivocamos. La naturaleza volvió a reclamar su ración eterna de protagonismo. Y en Valladolid, lo hizo conforme a historia y tradición: mandando por delante con sus protestas y reivindicaciones al Esgueva, el río femenino caprichoso y díscolo. Aquella sociedad que quería huir de penumbras, abatimiento y provincianismo había olvidado que, como escribió Borges, el destino no hace acuerdos, o, en palabras de Onetti, el destino es, como las multitudes, impresionable por formas y grandezas. Y aquí, en aquel lluvioso febrero del 78, formas y grandezas parecían reclamar al destino un acontecimiento a la altura de la fama del riachuelo, pacífico desde la crecida del 63.

Así publicó la noticia El Norte de Castilla

Puntual a su cita, la inundación llegó y pilló a los hombres mirándose el ombligo. Valladolid no esperaba (ni ya casi temía) algo parecido. Años ha, el río rebelde, con sus brazos dañinos, había sido desviado hacia el norte y encauzado entre hormigón y desprecio. El descuido y la soberbia humana hicieron el resto. En la tarde del 17 de febrero, viernes, sonó la alarma. La inusual cantidad de agua y fango que venía de Renedo y demás pueblos del valle no llegaba al Pisuerga. La mayor parte permanecía retenida en una presa construida antes de la Guerra Civil en el tramo final del Esgueva. Hubo allí una central hidroeléctrica; sólo quedaba ya abandono, excrementos y paredes que reclamaban la piedad del derrumbe y el desescombro.
Pero las compuertas no se habían enterado del paso del tiempo y permanecían recias, firmes, invencibles. Todos los intentos por alzarlas fracasaron. Como si estuvieran vivas y se jugaran en aquel lance su honor y su futuro, resistieron a poleas, manivelas y blasfemias. Y el agua seguía subiendo, aliada, además, con ramas, plásticos, chapas y otras maravillas del progreso, y amenazaba con desbordarse hacia los barrios cercanos.
En el lugar, incrédulos y desesperados, se hallaban el alcalde, Manuel Vidal, recién llegado al cargo, concejales, policías, y algún vecino. No tardamos en incorporarnos varios periodistas y fotógrafos, que pronto observaron con sorpresa y expectación, que a la comitiva se sumaban unos cuantos militares en traje de faena.

El Esgueva en la actualidad.

-Son artificieros; van a volar compuertas, dijo un funcionario municipal tras dialogar con el comandante (o quizás fuera teniente coronel) que mandaba aquel grupo castrense. Era un hombre enjuto, que daba órdenes rotundas a los soldados y se dirigía a los civiles con laconismo y desprecio aristocrático, como diciendo: “Bah, os apuráis por nada; esto para nosotros es pan comido”. Nos permitió, eso sí durante unos segundos, tocar las pastillas de goma-2 que iban a colocar. ¡Joder, qué impresión!
Las instalaron, con sus cables y detonadores. El Comandante nos obligó a escondernos mientras él permanecía de pié, impasible, soberbio. Sonó la detonación. Tremenda. Fuimos a ver el resultado. Apenas dos minúsculas piteras en una compuerta; la otra: intacta. Los espectadores, bien, gracias. A salvo, excepto el comandante, que presentaba una herida en la frente que manaba sangre. Se la limpió sin mirar; nos miró con altivez y rabia y ordenó que volvieran a colocar explosivos, ahora en mayor cantidad.
Justo entonces un policía comunicó al alcalde que el estallido había roto decenas de cristales en la Rondilla, Barrio España, XXV años de Paz y otras zonas cercanas. La gente estaba asustada y quería saber qué sucedía. Se dio la orden de advertir a los vecinos, de informarles, pero antes de que acabara esta operación ya había estallado la segunda carga contra la presa. Más ventanas destrozadas, más susto…y otras dos o tres miserables rendijas en las compuertas. Esta vez el militar-jefe, incrédulo y humillado en su orgullo, montó en cólera, aunque no se sabía contra quién. Alguien comentó por lo bajinis: -“Es que los hierros son del tiempo de la II república…”
Tras una noche de perros, en la que, sin embargo, no subió más el caudal del Esgueva, a las 06:30 de la madrugada del día 18 se decidió no provocar la tercera explosión. Antes, con poleas y cables apoyados en los árboles de la ribera, se había logrado doblar algo las chapas. Lo suficiente para que aumentara la salida del agua y fuera amainando el peligro. A mediodía de ese mismo sábado, el río ya andaba manso, trémulo, arrepentido, disculpándose. Desde entonces, no ha vuelto a dar sustos, como si aún tuviera miedo de aquella goma-2 y le escociera el recuerdo.

Escrito por: Luis Miguel de Dios.
El Mundo. El Día de Valladolid. 7 de marzo de 2010.



Comentarios

vallisoletano ha dicho que…
Hace tiempo que no me encuentro con Luis Miguel de Dios. Un periodista que al principio me resistí a aceptar. Luego me fue gustando, era más observador e incisivo. Y fue conociendo el tejido social y reivindicativo tan necesario en aquellos tiempos.

Mira, ya no recordaba esta anécdota.

Gracias, Jesús Ángel.