El monasterio de San Joaquín y Santa Ana, no estuvo siempre en Valladolid, ni siempre se denomino con el mismo nombre.
El emplazamiento de origen o de fundación fue la localidad palentina de Perales. Fue la segunda fundación femenina en España de la orden del Cister, la primera fue el monasterio de Nuestra Señora de la Caridad en Tulebras de Navarra.
Desde sus inicios en 1260, transcurrió su devenir histórico en dicha villa, hasta que al correr nuevos aires en la iglesia y surgir el deseo de reforma, en el siglo dieciséis, se decidió su traslado a la ciudad de Valladolid, al mismo tiempo que surgía en el interior de la comunidad el deseo de abrazar la Recolección, una forma más austera de entender su hasta ahora consagración a Dios.
Las monjas de Perales deseosas de este espíritu de reforma, más las que se las unieron de otros monasterios con los mismos ideales y provenientes principalmente de Castilla, llegaron a esta ciudad el dieciocho de diciembre de 1595.
Antes el abad don Francisco de Reinoso había conseguido la aprobación de Felipe II, a este nuevo cambio de emplazamiento de la comunidad. A partir de ese momento dejo de denominarse de Nuestra Señora de la Consolación, para pasar a ser su nombre de San Joaquin y Santa Ana, y esto según dicen las crónicas por una revelación que tuvo una monja, que el monasterio debía de denominarse y tener por titulares a los padres de la Santísima Virgen Maria es decir a San Joaquin y Santa Ana.
Para su acomodo, y después de buscar en la ciudad decidieron ocupar las casas que don Antonio de Salazar, regidor de la corte, les vendió. Unas casas entre la parroquia de San Lorenzo y el convento de los Trinitarios, a ninguno de estas entidades les gusto la nueva vecindad, y pusieron impedimentos todos los que supieron, no queriendo que tuvieran misa publica, al parecer todo se debía a un tipo de interés económico, debido a las limosnas de las que pudiera necesitar y conseguir el nuevo monasterio. Todo fue inútil, y las monjas consiguieron sus propósitos.
Monasterio de San Joaquín y Santa Ana |
La casa que habitaron debía de ser señorial y contar con un patio columnado que sirvió de claustro. Hay elementos que aún hoy nos indican restos del primitivo edificio; como el pozo del interior del claustro, las cuatro columnas que soportan el tejadillo y otra columna descubierta en uno de los paños del primer claustro. Por sus capiteles podrían ser del segundo cuarto del siglo XVI. Por tanto podrían pertenecer a la primitiva construcción.
Actualmente se sigue conservando este pozo en el denominado patio de los Laureles, por ser esta especie de árbol el que ha prevalecido en los últimos siglos, ni siquiera en mil novecientos sesenta y cinco cuando los árboles por las heladas y nevadas se helaron y agostaron, sirvieron para erradicarlos pues en los años siguientes empezaron a dar retoños, y a prosperar algunos de ellos, hasta que se hicieron adultos.
Este pozo es y ha sido el más prominente de todos los pozos con los que ha contado el monasterio, ya que ha llegado a albergar en su interior, unos cuatro pozos todos ellos para aprovisionarse de agua las monjas, estuvieron en funcionamiento todo el tiempo que de ellos tuvo necesidad la comunidad, es decir, hasta la llegada de la canalización del agua corriente, en los edificios.
El suelo del patio esta empedrado con cantos rodados, el brocal lo componen ocho losas de piedra reunidas dando forma de circunferencia, está flanqueado por cuatro columnas blancas con sus basas y todas de iguales capiteles, un tanto dañados por el paso del tiempo. Estas columnas soportan un entablamento de madera sobre el que se alza un tejadillo pequeño pero suficiente para cubrir el brocal del pozo, todavía consta de la polea, la soga y el cubo de metal, aunque hace tiempo que no se le da uso.
Sin embargo el agua que se sacaba de los pozos era cristalina y su última utilización era aprovechar su frescura, debido a su profundidad, para refrescar las botellas en el día de la celebración de Santa Ana, cuando se hacía mucha fiesta y novenario que actualmente sigue celebrándose. A mediados del siglo XX no había neveras y era un modo común y artesano de enfriar las bebidas.
El pozo queda como testigo del paso del tiempo, del devenir de los días de las vidas de las hermanas que han vivido en este recinto su entrega a Dios, que se han sucedido con el paso del tiempo, por aquí pasaron Madre Evangelista, fundadora de Casarrubios del Monte, el mes próximo será introducida su causa de beatificación, también la marquesa de Canales con cuyo capital, se reedificó el monasterio, o la madre Ángela Francisca de la Cruz, que llegó a esta casa desde el Otero en León, para defender su causa ante la inquisición. Pero queda el pozo, espectador mudo de todos los cambios que con el tiempo se han ido produciendo. Ahí, enclavado en la edificación, que ya cuenta con doscientos veinticinco años, que se inauguro el 1 de octubre de 1787, diseñado por Sabatini, arquitecto real de Carlos III, en un estilo neoclásico, donde también Goya dejo su impronta con tres pinturas en la iglesia, frente por frente con otras tres pinturas de su cuñado Ramón Bayeu.
-Agradezco a Sor María Luisa del Convento de San Joaquín y Santa Ana la información y fotografías facilitadas.
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