Por Antonio Piedra
Hay plazas que con el tiempo cambian de sino, de historia, y también de estimación en la mente de los ciudadanos. Es lo ocurrido, por ejemplo, con la vetusta Plaza de España, que de extramuros y marginal fue convirtiéndose en una población integrada y laboriosa hasta llegar en la modernidad a un espacio abierto y menos agresivo. Una arquitectura que sin entusiasmar invita a detenerse, a reprimir la velocidad, a aislarse de esa inutilidad producida por el estrés del asfalto.
Con la plaza de Madrid, en cambio, el proceso parece estancado y a veces regresivo. Y no ciertamente por los aciertos o desmanes de la ordenación urbanística, que es lo de menos en este caso, sino porque hay situaciones insuperables que ni los gobiernos democráticos pueden enderezar. Pocos vallisoletanos se detienen hoy en la plaza de Madrid para mirar, distraer las prisas, o escuchar el canto de los pájaros. La sombra del caserón de Hacienda, modernizado sólo con el nombre de Agencias Tributaria, es tan alargada y dominante que se impone la fuga automática como interpretación peatonal más benigna.
Curiosamente, don Luis de Góngora y Argote, en el desconocido romance al Campillo de San Andrés –no recogido, por cierto, en sus obras completas ni siquiera como atribuible-, y al que hice referencia hablando de la plaza de España, diseña perfectamente la situación de la hoy plaza de Madrid al hablar con donaire de los “atrases de San Andrés”. Y no sólo eso, sino que, además, llegó a barruntar en el siglo XVII lo que podían dar de sí esos atrases, y de qué manera. Efectivamente, en esos versos, aunque con otro sentido, el genio culterano habla de las “mermas de los bolsillos” y de “el hacienda de Pisuerga”. No resisto la reproducción de un apunte tan procaz, irónico, y profético a la vez, de lo que fue este rincón del Valladolid del siglo de oro, hoy plaza de Madrid:
Atrases de San Andrés,
huerto concluso a las dueñas
de sus carnes, que malvenden,
hechas de sí mesmas tiendas,
malas para biencasadas,
más disolutas que sueltas;
redil para vagaimundas,
con piel de lobas corderas,
que guardan dominicanas
en filipense gelera,
forzadas el duro banco
por ser de Venus veneras,
tributarias del arroyo
con que incrementa la Esgueva
las mermas de los bolsillos,
el hacienda de Pisuerga.
Cójanme los nabos desta verde huerta,
échenme en conserva
la vainas, las turmas, y las berenjenas.
Por lo que se ve, de sobra conocía don Luis el Campillo de San Andrés y sus aledaños. Por algo sería.
No otra cosa que huertas –la de San Felipe de la Penitencia la más importante-, fue en su tiempo la actual Plaza de Madrid. Ni la construcción de la última cerca de la ciudad, ni su las sucesivas reformas urbanas que acarreó, fueron suficientes para dar vida a una plaza ausente en las crónicas. La reforma de Miguel Iscar certifica su existencia definitiva al convertirse en el punto de confluencia de una de las arterias principales de la ciudad –la calle Duque de la Victoria-, y de seis calles del ensanche: Gamazo, Muro, Dos de Mayo, Divina Pastora, Perú y Rastro. Se configuraba así una plaza de tránsito, con escasos atractivos urbanísticos, y de una destartalada armonía.
En los años 60 |
La última reforma, ha mejorado sustancialmente el paisaje urbano de la plaza. El agobiante mar de asfalto ha sido sustituido, en gran parte, por un tratamiento más humano e integrador. El grupo escultórico de Feliciano Alvarez, titulado “Encuentro”, contribuye sin duda a esa sensación de alivio.
En los años 60 |
Pero el incurable escepticismo del contribuyente vallisoletano apela al sentido del humor e interpreta que es “encuentro” no es tal sino una simple agarrada: la que hace el inspector de Hacienda al incauto ciudadano. En fin, que la plaza de Madrid, a pesar de los lavados de imagen, no cambia el sino que le atribuyera don Luis de Góngora, y sigue siendo hoy también
las mermas de los bolsillos,
el hacienda de Pisuerga
Comentarios
Lástima la construcción del espantoso edificio que sustituyó a la Casa del Barco y del horrible de los Sindicatos (con las amenazantes siglas de uno de ellos sobre nuestras cabezas).
Lo que sí es cierto es que la reforma que llevó a cabo León de la Riva, en una de sus primeras actuaciones urbanísticas, estuvo muy lograda, sustituyendo la vulgar farola central y los coches aparcados en el medio por una fuente muy bonita, rodeada de césped, ejemplo que en reformas posteriores lamentablemente este alcalde no siguió (véase la gris Plaza de Zorrilla).
Cierto es que, en horas puntas es díficil verle el atractivo, ya sea por el tráfico rodado o por el trasiego de viandantes, pero el espacio que ocupa la fuente es una especie de remanso entre esos enormes y sesentones bloques grises de casas.
A un paso de la Plaza España, a dos de la Casa de Cervantes, a otro más del Campo Grande,...
Y muchas pequeñas sorpresas para el que guste de callejear por los alrededores.
Una delicia descubrir el poema de Góngora.
Un saludo.
Me gustaria ver sus publicaciones en Hogar del Ocio.
Saludos