Relato costumbrista en una tienda de ultramarinos de Valladolid a principios del siglo XX.

Foto: Fundación Joaquín Díaz

Mariano García Abril se estableció con comercio propio a comienzos del siglo XX en la calle Librería 2. Continuaba el negocio de su padre, Miguel García, que había tenido tienda en la calle de Cantarranas. El matrimonio de Mariano con Socorro González, hija de otro importante comerciante vallisoletano, Justo González, y hermana de Abel González, sirvió para unir dos estirpes dedicadas desde finales del siglo XIX a los coloniales. Desde el año 1932 el negocio abre un comercio en la calle Regalado 12, construyendo un almacén en la carretera de Madrid 22.

El siguiente relato fue descrito por el periodista, traductor, crítico literario e hispanista norteamericano William Dean Howells que viajó por España y divulgó la imagen del país en su libro de viajes Familiar Spanish Travels

Después de la visita al Museo de Bellas Artes, se sienten muy fatigados para continuar su recorrido por Valladolid a pie. Así que se refugian en una tienda de comestibles que estaba en una esquina para preguntar al tendero dónde podrían encontrar un taxi.
Comenta, de nuevo utilizando el humor, que parece que está en la naturaleza de las tiendas de comestibles el situarse en las esquinas en todo el mundo. Nos sentimos inclinados a pensar que después de abandonar el Palacio de Santa Cruz, volverían otra vez en dirección al edificio de la Universidad, por la actual calle de Librería y allí en una esquina, encuentran la tienda de comestibles. La tienda se hallaba exactamente en la confluencia de las actuales calles de Librería y de Ruiz Hernández, y no era otra que la tienda de comestibles de Mariano García Abril. De este establecimiento leemos en la página 109 de Aquellos Entrañables Comercios de Valladolid de Ángel Allue Horna y Miguel Ángel Soria (1992):

"Tienda de comestibles o ultramarinos, como entonces se decía fue ésta, también centenaria de don Mariano García Abril, que hacía esquina a Ruiz Hernández y Librería. Yo contemplé sus surtidos escaparates desde mi niñez cuando salíamos de la temprana misa de los Kostkas, hasta los días de mi juventud cuando cursé la carrera de Derecho. Conocí a don Mariano y a sus hijos y en especial traté a Miguel recientemente fallecido y de quien tengo mis mejores recuerdos, y a Valentín, por fortuna hoy entre nosotros. Fue este establecimiento serio y bien surtido y en él, se dieron cita las primeras marcas de los mejores productos en los días en que el papel de estraza era el común para envolver."

Howells coincide en presentarnos al tendero como una persona amable y atenta que rápidamente se ofreció a pedir un taxi para nuestros protagonistas. Para ello llamó a un muchachito rubio que estaba fregando el suelo con un cepillo, y le ordenó que fuera a buscar un taxi, algo que el niño realizó con total prontitud. 

D. Mariano García Abril
Foto: Fundación Joaquín Díaz

La escena dentro de la tienda de comestibles resulta un tanto pintoresca y costumbrista. Con la presencia de nuestros protagonistas, los rumores de que hay unos extranjeros (aunque Howells utiliza con humor la palabra «strangers» es decir forasteros o extraños) la tienda se llena de curiosos, que aunque no todos acudían a realizar una compra en principio, la mayoría termina llevando a cabo esta.
Le llama poderosamente la atención el uso de un par de lo que él va a denominar «conventions» o normas o costumbres en este caso de la casa de comestibles. La primera
tiene que ver con el pesaje, que en esta época se realizaba por medio de balanzas, romanas, etc. Un anciano llegó con una botella o frasco grande. El tendero puso la botella en un plato de la balanza y vertió su peso en garbanzos en el otro. Entonces llenó la botella con aceite y la pesó, para después darle el aceite junto con los garbanzos al cliente. A Howells le hizo gracia la convención, aunque realmente no entendía el significado, a no ser, pensaba, que los garbanzos se ofrecieran como una especie de regalo por la compra. La siguiente convención le pareció algo más clara y comprensible. Otro anciano con un aire un tanto «feroz» como de torero retirado (de nuevo los tópicos entran en escena) compró todo un «stock-fish» (pescado grande de tipo abadejo, corvina, merluza, etc. desecado sin salar), que según Howells, los españoles comíamos en lugar del bacalao, y el tendero se lo cortó en trocitos de dos pulgadas y lo envolvió cuidadosamente (imaginamos en ese papel de estraza que antes mencionábamos) resultando en una especie de paquetito muy bien hecho. A continuación el tendero le sirvió un vaso de vino de un barril de detrás del mostrador, según Howells, como para «sellar» la transacción comercial que habían realizado. El hombre se dirige a ellos mientras degusta el vino y la escena se completa con una mujer muy gruesa, que les estudiaba con la mirada, aunque de forma amigable.

Ilustración de Miguel Ángel Soria

Una vez más, encontramos muestras de ese humor, irónico pero bonachón que caracteriza a Howells en esta escena de la tienda de comestibles. Cuenta que otros vecinos se habían agolpado en el lugar, tan sólo con el fino propósito de verificar esta presencia foránea y disfrutar de la divertida escena: nuestro entrañable protagonista realizando un esfuerzo sobrehumano por hablar español. El tendero estaba contento por la popularidad que la presencia de los americanos le estaba reportando y la aceptaba de buen grado. Finalmente llega el taxi, según Howells, desde el Monte Ararat (presumimos que debió de tardar bastante más de los diez minutos que se suponía iba a tardar) y «con restos del lodo que había provocado el Diluvio». El tendero les conduce hasta el taxi, atravesando la inmensa marea de niños que rodeaba a nuestros protagonistas cada vez que se detenían en algún lugar de Valladolid, marea que aumentaba considerablemente su tamaño con la presencia de la oronda señora. 
Como era una mañana luminosa, deciden pedir al taxista que abriera el techo del vehículo, pero se encontraron con lo que él denomina irónicamente, otra «convención» o norma del lugar. Parece que ningún taxista respetable de la época, mostraba buena disposición para abrir el techo de su carruaje por una carrera de una duración inferior a una hora. El tendero esperó hasta que se produjo el fin de la negociación, y les abrió la puerta del coche, haciendo una reverencia a modo de despedida. Howells tiene las mejores palabras de agradecimiento para este tendero, a quien denomina «encantador» y afirma que si esta tienda estuviera ubicada en la Sexta Avenida en Nueva York, él sería su cliente mientras allí viviera. En cuanto a aquel niño rubio que fregaba el suelo y fue a buscar el taxi, nuestro autor se pregunta mientras escribe el relato, por qué no se le habría ocurrido negociar con él en aquel momento para llevárselo a América para que estuviera con ellos para siempre. Pero también es cierto que en casi todas las ciudades que visitó en España, siempre encontró un niño al que sintió haber dejado en España (y, por el contrario, a otros muchos que pertenecían a esa muchedumbre que les acosaba en cada parada, y a los que esperaba no volver a ver nunca más).

Fuente: https://funjdiaz.net/comercio/ficha.php?id=804
Fuente: VALLADOLID EN LA VISIÓN DE LOS VIAJEROS BRITÁNICOS Y NORTEAMERICANOS (1750-1914) Presentada por D. Antonio Vicente Azofra para optar al grado de Doctor/a por la Universidad de Valladolid

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