Al igual que ocurría con el siglo XVI, la centuria del “Seiscientos” (el siglo XVII) no puede analizarse como una unidad. En este caso se distinguen dos periodos meridianamente diferenciados: uno, brevísimo, el Retorno de la Corte, y otro, que duró casi todo el siglo, la Decadencia. En buena medida el regreso de la Corte a la, ahora ya, ciudad de Valladolid obedeció a la lucha por el poder que se produjo entre las distintas facciones cortesanas. Lo cierto es que el auténtico promotor del traslado fue el Duque de Lerma.
El espejismo
La vuelta de la Corte provocó un vertiginoso crecimiento demográfico. Tan fue así que se alcanzó la cima de hasta sesenta mil habitantes. Con la llegada de esta abrumadora avalancha, fue preciso rehabilitar y acondicionar barrios enteros, que durante cuarenta años habían estado abandonados. La ciudad recuperó su porte señorial.
Se impuso una renovada atención a la limpieza de las calles y al cuidado de los edificios, lo que no quiere decir que se acabase con los ancestrales problemas de falta de higiene e insalubridad, provocados, fundamentalmente, por los dos ramales del río Esgueva. Asimismo, la demanda generada por la Corte reavivó, una vez más, la actividad económica.
La etapa fastuosa
La Corte que Felipe III estableció en Valladolid era mucho más complicada que la que encabezara su abuelo, Carlos I, y llevaba aparejada un gigantesco aparato burocrático.
Así las cosas, Valladolid se convirtió, por un breve lapso de tiempo, en una artificial ciudad palaciega. Como en tiempos anteriores se prodigaron las fiestas de toda índole, para tener contenta a la Corte, pero ahora la grandiosidad y la solemnidad se llevaron al paroxismo, como era propio de la sinmedida y la “sinrazón” de la época barroca.
Este disipado género de vida trajo consigo el encarecimiento de las subsistencias en toda la ciudad y el endeudamiento municipal, efectos, ambos, altamente negativos tanto a corto como a largo plazo.
La decadencia. La cruz
La marcha de la Corte, a los cinco años, puso de relieve cuan engañoso era el auge y el esplendor. A partir del mismo año 1607 Valladolid comenzó a dar muestras de postración. La población decreció progresivamente, hasta tocar fondo a mediados de la centuria. En 1646 había únicamente dieciocho mil habitantes y Valladolid permaneció en esta cifra durante doscientos años. Este descenso se debió, no sólo a los efectos generalizados de la crisis de la Castilla interior, sino también a las plagas, sequías, inundaciones (1628 y 1636), malas cosechas y crisis de subsistencia (1631 y 1632), que jugaron un papel de singular relevancia. El único sector de la población que se incrementó fue el clero y muy particularmente las monjas.
La expansión urbanística se detuvo y la economía se hundió, debido a que en tiempos anteriores no se habían consolidado los sectores productivos. En antaño floreciente comercio perdió su protagonismo y la industria padeció un profundo estancamiento, con la salvedad del sector textil, en determinadas coyunturas.
Recreación del Palacio de la Ribera.
Foto: domuspucelae.blogspot.com
Los signos de la parálisis o la regresión continuaron hasta la década de los setenta, cuando con gran lentitud se inició la recuperación. Valladolid pasó a convertirse en una ciudad modesta, de segundo orden. Pero no quita para que fuese la ciudad más poblada de la deprimida Meseta Norte y para que, en cierto modo, la Chancillería, la Universidad, el Tribunal del Santo Oficio y el Obispado hiciesen de ella una “capital regional”.
Fuente: Valladolid, de la noche de los tiempos al siglo de las luces. (Henar Herrero Suárez – Isidoro González Gallego). Editado por el Ayuntamiento de Valladolid. ISBN: 84-87473-21-0-La Corte de los catarros
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