Por José Delfín Val
Cuenta la leyenda que Gregorio Fernández, al sentirse enfermo de gravedad, quiso, antes de morir, esculpir su mejor obra para legársela a los vallisoletanos como agradecimiento y herencia. Y, en una habitación siempre cerrada a los oficiales y operarios de su taller, se puso a esculpir una figura de Jesús muerto. Uno más de la docena larga de yacentes que había tallado durante sus años de esplendor; pero que habría de ser el mejor entre todos ellos; de tal modo que contemplándolo moviera a compasión.
Trabajó durante cuatro largos meses, especialmente de noche, y solo, aprovechando que la enfermedad no le permitía conciliar un sueño prolongado. Muchas noches durante ese tiempo abandonaba su dormitorio en el piso alto de la casa y bajaba al taller.
Mantenía diálogos con la madera en medio del silencio. Él sabía que su Cristo yacente estaba dentro de aquel bloque de pino cortado en buena luna; y movido por una fuerza interna del espíritu, poco a poco fue quitando la madera sobrante para que la escultura saliera a la vida de los hombres.
Cuando terminó la obra, terminó la vida del escultor. Un día abrieron aquél cuarto y apareció el yacente. Y su amigo, el pintor Diego Valentín Díaz, lo policromó llorando la muerte del escultor.
Cuenta la leyenda que Gregorio Fernández, al sentirse enfermo de gravedad, quiso, antes de morir, esculpir su mejor obra para legársela a los vallisoletanos como agradecimiento y herencia. Y, en una habitación siempre cerrada a los oficiales y operarios de su taller, se puso a esculpir una figura de Jesús muerto. Uno más de la docena larga de yacentes que había tallado durante sus años de esplendor; pero que habría de ser el mejor entre todos ellos; de tal modo que contemplándolo moviera a compasión.
Trabajó durante cuatro largos meses, especialmente de noche, y solo, aprovechando que la enfermedad no le permitía conciliar un sueño prolongado. Muchas noches durante ese tiempo abandonaba su dormitorio en el piso alto de la casa y bajaba al taller.
Mantenía diálogos con la madera en medio del silencio. Él sabía que su Cristo yacente estaba dentro de aquel bloque de pino cortado en buena luna; y movido por una fuerza interna del espíritu, poco a poco fue quitando la madera sobrante para que la escultura saliera a la vida de los hombres.
Cuando terminó la obra, terminó la vida del escultor. Un día abrieron aquél cuarto y apareció el yacente. Y su amigo, el pintor Diego Valentín Díaz, lo policromó llorando la muerte del escultor.
Comentarios
Gran articulo.
Si es el Cristo de la fotografía, es el que se encuentra en el Museo de Escultura.