El proceso de Don Rodrigo Calderón

Don Rodrigo Calderón. (Fragmento del cuadro de Peter Paul Rubens)

El cuerpo momificado del valido del Duque de Lerma don Rodrigo Calderón descansa en el Convento de Porta Coeli de Valladolid. En este blog ya se publicó un artículo con fotografías inéditas relativo a dichos restos titulado “La Momia de Don Rodrigo Calderón”. Acerquémonos ahora a la figura de este ilustre y polémico personaje, a su vida y al proceso que le llevó al cadalso:

Por Laura García Sánchez (Historiadora)
El 21 de octubre de 1621, la plaza Mayor de Madrid amaneció en un clima de máxima expectación. Todo estaba dispuesto para que ese día fuera ejecutado Rodrigo Calderón, el ministro más odiado del pasado gobierno de Felipe III, fallecido unos meses antes. Eran muchos los que esperaban el momento en que por fin se haría justicia y se castigaría la corrupción y hasta los crímenes que había cometido quien fuera hombre de confianza del duque de Lerma, favorito de Felipe III. Pero todo el odio y el desprecio se tornaron en asombro y admiración ante el arrogante gesto y la compostura mantenidos por don Rodrigo Calderón cuando subió al patíbulo.
“Tiene más orgullo que don Rodrigo Calderón en la horca”, se diría desde entonces para referirse a quien, incluso en las circunstancias más adversas, hacía gala de una inquebrantable altanería (aunque calderón murió degollado, no ahorcado). Poetas como Góngora o el conde de Villamediana glosarían aquel episodio que encerraba una gran moraleja, la que resumía Villamediana en un cuarteto: “Éste que en la fortuna más subida/no cupo en sí, ni cupo en él su suerteº,/ viviendo pareció digno de muerte,/muriendo pareció digno en vida”.

Felipe III

Nacido en Amberes hacia 1570, hijo natural de un capitán español, la historia de don Rodrigo Calderón se vincula al gobierno de Felipe III y, más concretamente, a la figura de Francisco Gómez de Sandoval y Rojas, el famoso duque de Lerma. Gracias a su posición privilegiada como valido del rey a lo largo de veinte años, el duque de Lerma acumuló todo tipo de honores y prebendas, y supo aprovechar en su propio beneficio la autoridad que le había sido confiada.

Protegido por el favorito del rey
Tras un periodo en el que sirvió como paje en la casa del vicecanciller de Aragón, Rodrigo recaló en la del duque de Lerma, cuya confianza se ganó rápidamente por sus gentiles modos, su prestancia y su afectuosidad. Pese a la aparente timidez de Rodrigo, Lerma supo ver en él a un fiel servidor y paulatinamente le fue confiando misiones de mayor responsabilidad hasta convertirlo en su mano derecha.

El Duque de Lerma

Pero si la ayuda del duque fue inestimable en su ascenso económico y social, tampoco hay que pasar por alto que don Rodrigo supo ganarse la confianza de Felipe III, de quien fue nombrado ayuda de cámara. El cargo significó el primer paso en una carrera cortesana plena de recompensas y favores en la que alcanzó los más elevados y codiciados puestos. Se le concedieron el hábito de Santiago y la encomienda de Ocaña, recibió el condado de la Oliva y el marquesado de Siete Iglesias, fue nombrado capitán de la Guardia Alemana y sucedió el conde de Villalonga en la Secretaría de Estado. El ministro consiguió reunir en su persona todos estos honores, que antes estaban repartidos entre varios individuos.
Era inevitable que su meteórico ascenso le granjeara numerosos enemigos. Su actitud personal, altiva y poco diplomática, también lo perjudicó, especialmente en sus relaciones con la alta nobleza. Poco proclive a las visitas, trataba a los grandes señores de la corte con un manifiesto desdén, teniéndolos “lastimados por el poco caso que de ellos hacía”, según afirmaba un cronista. También se enfrentó a la camarilla de la reina Margarita de Austria, que consiguió que Felipe III lo destituyese de su cargo de ayuda de cámara. La reina murió de parto poco después, y los calumniadores acusaron a don Rodrigo de haberla envenenado.

Muerte de la Emperatriz Doña María de Austria, asistida por su hija Sor Margarita de la Cruz, acaecida el 24 de febrero de 1603, en las Descalzas Reales de Madrid (grabado por Pedro Perret hijo, 1636, B.N,. Madrid).

A fin de apaciguar los ánimos, marchó durante un año como embajador a los Países Bajos, donde fue recibido con grandes agasajos y colmado de valiosos regalos. A su vuelta siguieron las murmuraciones y censuras públicas en coplas y pasquines, azuzadas por del duque de Uceda (hijo de Lerma, pero enfrentado a éste) y por diversos religiosos. Lerma se había enriquecido, pero la indignación popular lo respetó mientras se desahogaba en don Rodrigo, considerado como el dilapidador de la economía del reino.

La caída del protector
En 1618, Felipe III, cediendo a las crecientes protestas por la mala administración del reino, despidió al duque de Lerma, que se retiró a sus tierras. Calderón quedaba ahora totalmente expuesto a sus enemigos. Algunos le aconsejaron que marchara al extranjero, pero eso hubiera supuesto reconocer su culpabilidad. “Avisos y tiempo tuvo el procesado para fugarse y poner a salvo su persona, pero prefirió someterse al fallo de las autoridades antes de confirmar, fugándose, la acusación de criminal que se le hacía”. Confiaba también en que sus títulos fueran suficiente protección. Por ello, se retiró a su casa de Valladolid.

Residencia de Don Rodrigo Calderón en Valladolid

Encarcelado en casa
Pero Calderón había calculado mal y sus rivales no cejaron hasta verlo entre rejas. En la madrugada del 19 de febrero de 1619 fue arrestado en su casa de Valladolid. En las semanas siguientes fue conducido sucesivamente al castillo de La Mota (Medina del Campo), al de Montánchez (Cáceres) y al de Santorcaz (Madrid), donde permaneció incomunicado bajo una atenta vigilancia. Posteriormente fue trasladado a Madrid, donde, con todos sus bienes confiscados, las autoridades habilitaron su casa como prisión, dividiendo la lujosa sala principal en tres compartimentos: uno para vivir, otro para ser usado a modo de oratorio y el tercero como lugar de reunión del tribunal de jueces de su causa. Dieciocho guardias se turnaban para vigilarlo.

Antes de su ejecución en Madrid. Dibujo siglo XVII

Calderón fue acusado de enriquecimiento ilícito, de diversas formas de abuso de poder –haberse servido de hechizos para manipular al rey y otras personas de la corte, haber alterado la justicia- y de haber tramado nada menos que siete homicidios, entre ellos el de la reina Margarita. Cuando llevaba un año preso se le sometió “al tormento de agua, garrote y cordeles”. Calderón admitió únicamente su participación en uno de los crímenes de los que se le acusaba. Las secuelas de la tortura fueron graves: “Quedó tan estropeado que en lo sucesivo tuvo que emplear una muletilla y una banda, donde sustentar uno de los brazos”.
Pese a ello, Calderón confiaba en que Felipe III, que le había dado tantas muestras de aprecio en el pasado, no le dejaría ir al patíbulo, y durante varios meses sus familiares creyeron que podrían obtener el perdón. Pero cuando el 31 de marzo de 1621 oyó repicar las campanas por la muerte del monarca exclamó: “El rey muerto, yo soy muerto también”. Sabía que el nuevo rey Felipe IV y, sobre todo, su valido, el conde-duque de Olivares, no lo perdonarían: con su ejecución ejemplar los dos querían mostrar el fin de una época de corrupción administrativa y la llegada de un gobierno dispuesto a restablecer el orden y la moralidad. Olivares, además, tenía contra él agravios personales, pues acusaba a Lerma y a Calderón de haberle negado el título de grande de España. La suerte del antiguo ministro estaba echada.
La sentencia no se hizo esperar. El 9 de julio se publicó el fallo. Se desestimaban algunas de las acusaciones más absurdas, como la de haber envenenado a la reina Margarita, pero se consideraban probados dos asesinatos: el del alguacil Agustín de Ávila y el de Francisco Juara. Por ello “le condenaron a que la prisión en que está sea sacado en una mula de freno y silla y le lleven por las calles públicas y le lleven a la Plaza Mayor, y en ella esté un cadalso para este efecto y en él le corten la cabeza, siendo degollado por la garganta hasta que muera de muerte natural”.

Una ejecución pública
Durante los más de tres meses que transcurrieron antes de la ejecución, Calderón impresionó a sus allegados y al pueblo en general por su fortaleza de ánimo. Arrepentido de su vida pasada, dormía en el suelo y llevaba bajo la camisa un cilicio y una cruz de púas aceradas. El 21 de octubre, a las 9 de la mañana, el alcaide de corte se presentó en su casa acompañado por setenta alguaciles a caballo y treinta a pie para llevarlo al cadalso. Antes de partir se despidió de sus antiguos criados y amigos, diciéndoles: “Señores, ahora no es tiempo de llorar, pues vamos a ver a Dios y a ejecutar su santísima voluntad”. Ya en el patíbulo rezó durante tres cuartos de hora y luego abrazó al verdugo antes de que éste lo vendara. Cuando el tajo cayó sobre su garganta, algunos creyeron oírle pronunciar por segunda vez el nombre de Jesús.


La ejecución quedó impresa en la memoria de los madrileños durante largo tiempo. Hubo pronto quien, olvidada la mala fama del reo, se preguntaba si la condena no habría sido injusta. Así lo afirmaba el cronista Monreal: “Este fin tuvo aquel poderoso magnate; si desvanecido y olvidado de su origen en la fortuna, resignado y contrito en la adversidad, quedando la duda, después de su muerte, de si en ésta tuvo más parte el odio de sus enemigos que sus propias culpas”.


-Fuente: Historia. National Geographic. Nº 91

Comentarios

La nobleza que le faltó en vida se la ganó en el momento de su muerte, hasta el punto de que el pueblo le creyó inocente. Genial entrada esta sobre un personaje poco conocido por el gran público, el valido del valido y la cabeza de turco del triunfo de los Guzmán-Zúñiga sobre los Sandovales. Al final el de Lerma se salvaría por su capelo cardenalicio y su ilustre sangre.

Un regio saludo.