El desaparecido fotógrafo del Campo Grande


Vicente Muñoz era parte integrante del paisaje del Campo Grande donde siempre había ejercido como “minutero”, denominación un tanto clasicista con que los fotógrafos de estudio diferenciaban a los que hacían en las calles, en los parques o en las ferias todo su trabajo, desde el enfoque hasta el revelado. Sus clientes eran, preferentemente, los soldados sin graduación y las chicas de servicio, las parejas de novios que salían del Salón Pradera tras un programa doble, las familias engominadas y las gentes de los pueblos que venían en coche de línea a pasar el día en la capital.
Embutido en su guardapolvo gris, Vicente esperaba al paseante junto al trípode que sostenía una cámara artesanal y si éste accedía a posar, iniciaba un rito que tenía algo de mágico y misterioso, oculto tras la amplia manguera desde la que impartía órdenes, centraba el objetivo, avisaba de la inminente llegada del pajarito y apretaba el botón de una pera para inmortalizar al sujeto que, nervioso e ilusionado, esperaba en un banco cercano a la última parte del trabajo, el revelado que se hacía en el calderín de cobre en el que Vicente mezclaba líquidos de unas botellas de cristal oscuro, como un brujo sabio y hábil.


Su padre, Marcelino Muñoz fue un excelente artista de la fotografía que recaló en Valladolid desde su Béjar natal a finales del siglo XIX para instalarse en la calle Hostieros.
Prendió la pasión de la fotografía en su hijo Vicente, nacido en Valladolid en 1913. Decía Vicente que había viajado a todas las ferias de los pueblos y ciudades cercanas a Valladolid, pero que el Campo Grande era donde más a gusto se sentía y mejor trabajaba, especialmente los días de procesiones y desfiles.


La cámara oscura que coronaba el trípode era de fabricación artesanal, aquella vieja máquina tenía una óptica extraordinaria, un objetivo Voiglander que le costó un buen dinero que dio por bien empleado ante la calidad y resistencia de unas lentes que retrataron a miles de personas en los cuarenta años de profesión de aquel entrañable minutero. Falleció a principios de los años 90.


Fue inmortalizado en una escultura espléndida colocada en el mismo sitio donde cada día había estado él durante cuarenta años; está con su guardapolvos, oculto tras la manguera y con el fuelle del objetivo desplegado, avisando al cliente de la inminente aparición del pajarito para que sonría.

-Fuente: Valladolid Cotidiano (1939-1959) – José Miguel Ortega Bariego. ISBN: 84-95917-40-8

Comentarios

Anónimo ha dicho que…
La primera foto de mis abuelos de novios fue con este fotógrafo. La hará ilusión a mi abuela volver a ver la foto de este hombre. Buena entrada