Acuña, el obispo guerrero



Los castillos españoles sirvieron tanto para defenderse de los enemigos externos como de los internos, tanto para impedir que entrara el sitiador como para evitar que saliera el recluso. Los castillos fueron quizá, más a menudo que fortalezas, prisiones a las que iban los enemigos del Estado... o del príncipe. 
Simancas tiene su buena lista de prisioneros célebres, pero ninguno como el obispo de Zamora, don Antonio de Acuña. ¡Qué tipo humano! A principios de siglo XVI toma partido por las Comunidades contra el emperador Carlos V. Pero en ese partido no se limita, como sus hábitos piden, a rezar por las victorias de Padilla, Bravo y Maldonado. El obispo Acuña es obispo guerrero, de cuya actividad se burló con gracia y mala intención otro obispo, Antonio de Guevara, que había puesto su cultura e inteligencia polémica a favor de la Casa Real. En una de sus epístolas familiares, Guevara ironiza sobre el cura soldado que no sólo se militariza él sino que militariza a otros hombres de Cristo. 
Y le recuerda cómo uno de ellos tiraba y bendecía al mismo tiempo. 
«En el combate que dieron los caballeros en Tordesillas contra los vuestros, vi con mis propios ojos a un vuestro clérigo derrocar a once hombres con una escopeta detrás de una almena; y el donaire era que al tiempo que asestaba para tirárles, los santiguaba con la escopeta y los mataba con la pelota.» 


Acuña en el sitio de Valdeprado

Sobrevino Villalar; Padilla, Bravo y Maldonado fueron condenados a muerte y ejecutados al día siguiente de la batalla. Acuña, siendo obispo, se salvó y fue encerrado en Simancas con la esperanza de un arrepentimiento. Allí vivió en una celda circular del último cuerpo del torreón. Pero no era hombre para estar encerrado, y había dado órdenes a unos clérigos para matar al mayor número posible de soldados del rey, era natural que se autorizara a sí mismo el desafuero. Las ungidas manos episcopales se agarraron al cuello del alcalde de la fortaleza, Mendo de Noguerol, y lo estrangularon. Quiso huir después, lo agarraron, y el alcalde Ronquillo, en vista de que Acuña se había olvidado de su condición eclesiástica, decidió hacer lo mismo y, tras rápido proceso, lo mandó degollar. Los partidarios de la comunidad que aún quedaban en Castilla hablaron de sacrilegio. Los demás, aun fervientes católicos, aceptaron la condena. 
Hombres como él no podían estar ni siquiera encerrados.

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