San Pedro Regalado es  uno de esos seres afortunados, innumerables dentro del catolicismo, que  responden con ejemplar disposición a un designio providencial.  Nació en Valladolid, en 1390, en la famosa calle de Las  Platerías, que aún hoy conserva su nombre y el antiguo rango que  tuvo en la corte de España, siendo bautizado en la iglesia del Salvador después de la conversión  paterna tras una violenta persecución social y doctrinal de algunos  conversos influyentes. A los trece años ingresó en el Convento de San Francisco, el cual no era entonces precisamente un modelo  de  observancia. Estamos en una época en que la disciplina y costumbres de  religiosos y sacerdotes habían llegado a un grado de relajación  que hoy nos resulta inconcebible. Causas muy diversas habían producido  aquella situación, que los historiadores se complacen en pintar con los  colores más negros. A las naturales consecuencias del cisma de Occidente  se había unido la gran peste de Europa, que dejó despoblados los  conventos. Para llenarlos de nuevo, fueron admitidas gentes sin  preparación ninguna, deseosas únicamente de colmar sus ambiciones  al amparo de las inmunidades del claustro.
No faltaban quienes se dolían en lo más hondo  de su alma de aquel estado de cosas. Y precisamente un franciscano que  vivía en el convento de La Salceda, por tierras de Guadalajara, se  decidió a reñir la única batalla que podía resultar  victoriosa, la de la renovación profunda de la vida monástica.  Era fray Pedro de Villacreces, también de origen vallisoletano, el cual  tenía fama de santo en los conventos de la Orden. Un día, cuando  menos lo esperaban los religiosos del de San Francisco de Valladolid, el  anciano Villacreces se les entró por las puertas causando una profunda  impresión. ¿A qué venía fray Pedro?, comenzaron a  comentar en corrillos los reverendos moradores de la casa.
Contrastaba con la de muchos de ellos la  espiritualizada  figura de Villacreces: era alto, de una delgadez ascética, de ojos  negros y vivísimos, manso como un hilo de agua, ardiente como un rayo de  sol. En íntimo consorcio se habían juntado en él la  reciedumbre del hombre de Castilla y la amorosa suavidad del Poverello  de  Asís. ¿Que a qué venía fray Pedro? Pronto vieron  satisfecha su curiosidad cuando supieron que con las debidas  autorizaciones  salió una mañana del convento, en dirección a un lugar  cercano a Osma. No iba solo. Le acompañaba fray Pedro Regalado. Este, de  quince años; Villacreces, de más de sesenta. Les unía un  mismo espíritu: afán de santidad. El viejo formaría al  joven. Algún castellano que a aquellas horas pasaba por las calles  estrechas de Valladolid, pudo ver a los dos religiosos avanzar sin más  provisiones que un báculo y un breviario. Camino largo, mendigando de  puerta en puerta. Jornadas a pleno sol y, a ratos, a la luz de la luna,  hasta  que llegaron por fin a La Aguilera, donde el obispo de Osma había  autorizado a Villacreces para fundar allí un humilde convento. Y empieza  la nueva historia.
Monumento a San Pedro Regalado, sito junto a la Iglesia del Salvador
La Aguilera iba a ser un foco de restauración de la  vida religiosa franciscana en su más auténtica pureza. Con  algunos otros religiosos que pronto se le unieron, y sobre todo con los  jovencitos a quienes él pudo formar desde el primer momento, Villacreces  lograría hacer del naciente eremitorio una fidelísima  reproducción de la austeridad impresionante que San Francisco de  Asís vivió en los «primitivos tugurios» de Rivotorto y  La Porciúncula. Bajo la mano del mismo, fray Pedro Regalado fue  recorriendo los humildísimos cargos propios de la vida de un convento  pobre en que las almas santas suelen dar pasos de gigante en su camino  hacia  Dios. Limosnero por los pueblos vecinos, sacristán, ayudante de la  cocina, encargado de atender a los pobres que llamaban a las puertas del  convento... Así vivió durante once años, hasta 1415, fecha  en que Villacreces se trasladó de nuevo a la provincia de Valladolid  para fundar otra casa de recolección en El Abrojo, término de  Laguna de Duero. Con él llevó al Regalado para que fuese maestro  de novicios, aun cuando no tenía más de veinticinco años,  y sólo tres de sacerdocio.
A partir de este momento, la vida de fray Pedro  Regalado es  una continua entrega a las más heroicas virtudes. No conoce  límites para sus penitencias, y pide a los novicios el cumplimiento  exactísimo, por amor, de todas las exigencias de la regla. A veces sale  a predicar por los pueblos cercanos, Tudela de Duero, las dos  Quintanillas,  Matapozuelos, Portillo, y sabe dar a su predicación un tono de tan  encendido amor a las almas, que las gentes le siguen por los caminos  deseosas  de confiarle sus cuitas de toda índole. Pronto empieza a hablarse de  milagros múltiples realizados por su mano.
En la Iglesia del Salvador se conserva la pila en la que fue bautizado San Pedro Regalado
Muerto el padre Villacreces en 1422, y tras algún  breve interregno, los religiosos de ambas casas, La Aguilera y El  Abrojo, le  eligen prelado o vicario, confiando así a su esfuerzo la tarea de  continuar el propósito reformador que había guiado al que las  fundara. Nadie más indicado que él para lograrlo plenamente. Por  ambas Castillas se extendió rápidamente su fama, y los buenos  hijos de la Iglesia, testigos involuntarios de las profundas  perturbaciones de  su época, contemplan con creciente admiración aquellas casas de  la reforma, llamadas Domus Dei la de La Aguilera y Scala Coeli  la  del Abrojo, a las que pronto seguirían otras hasta hacer «las siete  de la fama» –así las llamaron en antiguos documentos–,  las cuales vinieron a ser anticipados y eficacísimos focos de la  renovación más tarde iniciada con carácter general por el  cardenal Cisneros. Es ésta, sin duda, la gloria más insigne de  San Pedro Regalado y de su maestro, el padre Villacreces: haberse  adelantado  ofreciendo un ejemplo vivo y estimulante a la reforma que más tarde  emprende la Orden del Císter, y que después extiende a toda  España el gran cardenal regente de Castilla.
Vicario, pues, de ambos conventos, distribuía el  Regalado alternativamente su vida entre uno y otro, hasta que decidió  morar habitualmente y durante la mayor parte del año en La Aguilera,  lugar más propicio para el retiro y la contemplación a que  deseaba entregarse. La casa de El Abrojo, por su proximidad a  Valladolid, era  frecuentemente visitada incluso por personajes de la Corte, que acudían  en demanda de sus consejos. Alguna vez pudo verse allí al entonces  omnipotente favorito don Álvaro de Luna y al propio rey don Juan II de  Castilla. El consiguiente ruido que tales visitas producían no agradaba  a quien tenía como suprema ambición de su alma la unión  con Dios y la más estrecha penitencia, para poder ser el orientador vivo  de la deseada reforma.
Cuaderno de milagros póstumos de San Pedro Regalado. PP. Franciscanos. La Aguilera (Burgos)
Nada perdonó para conseguirlo. Las célebres  constituciones de que San Francisco de Asís dotó a su predilecta  casa de la Porciúncula, completadas en cuanto a su aplicación con  minuciosas y detalladas normas que Villacreces había añadido como  natural derivación de aquellas en el ambiente del momento, fueron  fidelísimamente observadas. Doce horas diarias de oración mental  y vocal repartidas entre el día y la noche, trabajos manuales en el  campo para ayudar a los labradores y así obtener alguna limosna,  prohibición absoluta de almacenar provisiones fuera de las que  exigía el sustento diario de la comunidad, celdas y habitaciones del  convento «abyectísimas y vilísimas», silencio casi  continuo, negativa terminante a recibir dinero ni siquiera como  estipendio por  la misa u otras funciones litúrgicas..., tal era el género de  vida de aquellas casas.
En cuanto a su formación científica, San Pedro  Regalado se distinguió también como maestro de espíritus y  predicador elocuente, aunque, más que por el aparato doctrinal, por la  fuerza de la santidad vivida y el calor de sus exhortaciones. No eran  las suyas  casas de estudio; su fundador, Villacreces, quiso hombres penitentes, no  estudiantes. De sí mismo decía: «Recibí en Salamanca  grado de maestro, que no merezco, empero más aprehendí en la  cella llorando en tinibia que en Salamanca, Tolosa e Paris estudiando a  la  candela. Guay de mí, que estudiamos por nuestras ciencias, e somos  curiosos en los pecados e defectos agenos e olvidamos los nuestros. Mas  queria  ser una vejezuela simple con caridad e amor de Dios e del prójimo, que  la Teología de San Agustín e del Doctor Surtil Scoto.»
En el último período de su vida, años  1445 al 56, el Regalado vive ya sumergido plenamente en el océano sin  límites de la contemplación divina. Sin abandonar nunca sus  rigurosas prácticas ascéticas, ayuno diario, total abstinencia de  carne, intensa flagelación corporal, se ve favorecido y goza de  extraordinarios dones místicos. Su piedad tiene tres vertientes  principales: la Eucaristía, la devoción a la Santísima  Virgen y el recuerdo de la pasión del Señor. Particularmente esta  última le atraía con fuerza irresistible. Muchas noches, en el  cerro del Aguila, próximo al convento, se le podía ver  practicando el ejercicio del Vía-crucis con una pesada cruz de madera  sobre sus hombres, soga al cuello y corona de espinas en su frente.
La Virgen María, siempre tan amada en la Orden  franciscana, se llevó también el corazón del gran  penitente, y ella anda mezclada en uno de los más famosos milagros de su  vida, recogido por cierto en el proceso de canonización. En la madrugada  de un 25 de marzo, fiesta de la Anunciación, hallábase rezando  maitines en el convento del Abrojo, y sintió especial deseo de venerar a  María en la iglesia de La Aguilera, a ochenta kilómetros de  distancia, la cual había consagrado él a este dulce misterio. Y  al instante fue transportado por los aires en brazos de los ángeles,  guiado por una estrella que representaba a la Madre del cielo.  Satisfecho su  piadoso deseo, fue igualmente devuelto al Abrojo sin que los frailes  hubiesen  advertido su ausencia. Este prodigio es el que ha servido para inspirar  la  iconografía del Santo.
Murió el Regalado en 1456. La fama de taumaturgo que  le había acompañado en vida creció con su muerte. En su  sepulcro se obraron maravillas tantas que los frailes se vieron  obligados  –dice el historiador D'Ocampo– a no admitir nuevas relaciones. No  sólo el pueblo humilde y sencillo, y en ocasiones crédulo, sino  lo más conspicuo y representativo de la vida española de nuestros  grandes siglos, veneró con fervor extraordinario la memoria del gran  hijo de San Francisco de Asís. Obispos y nobles, militares y embajadores  de países extranjeros, incluso nuncios y enviados del Romano  Pontífice, acudieron a La Aguilera atraídos por la poderoso  influencia que ejercía en toda España el humilde convento,  gracias a este insigne varón de Dios y a otros que le siguieron  después por idéntico camino de virtud y penitencia. Allí  estuvo, en las postrimerías de su vida, el cardenal Cisneros.  Allí también, el emperador Carlos, cuyo concepto de la casa era  tan elevado que se le atribuye haber dicho que, al salir de Aranda hacia  La  Aguilera, debía el visitante ir con la cabeza descubierta. De igual  modo, don Juan de Austria, Felipe II, y los demás reyes de  España.
Fue canonizado en 1746 por Benedicto XIV, y ese mismo  año fue declarado patrono de Valladolid y de su diócesis.
La festividad de San Pedro Regalado se celebra cada 13 de mayo en  Valladolid y en La Aguilera, siendo una fiesta local de gran tradición.  El santo ha sido declarado patrono de los toreros, proponiéndole algunos  devotos en la actualidad como patrono de Internet, como en su día lo  propusieran los aviadores.
-Fuente: Marcelo González, San Pedro Regalado, en Año Cristiano, Tomo I, Madrid, Ed. Católica (BAC 182), 1959, pp. 710-716.


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